Cabe preguntarse si el paisaje, como género que se ocupa de la representación del lugar – ya sea natural o urbano, real o imaginado – consiste en una imitación de la realidad tal como es percibida, o bien si es meramente una elaboración cultural. En tanto que, orientado a la producción de cultura visual, género y producto deberían ser considerados como una representación del entorno mediada por la estructura mental que lo elabora. De ello da cuenta su estar sujeto a transformaciones de estilo derivadas de la procedencia geográfica, la historia o los valores e ideas que operan entre modelo y el artista.
Y, en este sentido, parece que el paisaje es un genero que se adapta a las transformaciones de estilo y a los cambios estéticos con sorprendente facilidad, al punto que cabría plantearse si su adaptabilidad es evidencia e incluso vehículo catalizador de dichas transformaciones.
El paisaje, en nuestra cultura, cobra relevancia con el auge del humanismo renacentista, y con el afianzamiento progresivo de una cosmovisión individualista derivada de la creciente pujanza de la burguesía. Así, son notables para su desarrollo tanto las aportaciones de los primitivos flamencos (por ejemplo, Patinir en El paso de la Estigia, ca. 1520) como las de los artistas italianos del Quattrocento. No en vano, al decir de Pseudo-Manetti, fue a través de un paisaje urbano – una representación del Baptisterio del duomo de Florencia – que Brunelleschi elaboró la primera obra pictórica mediante perspectiva geométrica con un punto de fuga. Plenamente humanista, otorgaba así, al ojo del artista y del espectador, el papel de ser punto central que ordena el mundo conforme a principios racionales y armoniosos. En efecto, este pequeño paisaje urbano fue, ciertamente, una obra tan innovadora como revolucionaria, cuyo propósito halló en el paisaje el género más adecuado para hacer progresar la pintura en lo referente a representar el espacio.
El género vive una edad dorada en el siglo XVII, durante el que se consolidan dos tendencias. Por una parte, el paisaje holandés aporta artistas como Jacob Van Ruisdael, un pintor dotado de una sensibilidad excepcional para la representación de celajes, nubes y efectos de luz en el firmamento. Asimismo, en lo referente a la representación de paisajes urbanos, son estimables dos obras conservadas de Vermeer dentro de dicho género.
Por otra parte, destacan las brillantes aportaciones clasicistas de Claude Lorrain en sus paisajes de suave atmosfera melancólica, o de Poussin, quien desarrolla un género que combina figura, arquitectura y paisaje, basado en la erudición, el equilibrio y la aplicación de valores clasicistas. En todo caso, esta escuela transmite un concepto amable y ordenado de la naturaleza.
En cuanto al siglo XVIII, destacan, por una parte, las aportaciones de la escuela inglesa de paisajistas, con figuras excelentes como Gainsborough y John Cozens, cuyos magníficos paisajes anuncian ya el sentimiento de lo sublime propio del Romanticismo. Por otra parte, los magníficos paisajes urbanos de escuela veneciana, ricos en matices de atmosfera y colorido, entre los que destacan los de Canaletto y Guardi.
Parece, pues, que el paisaje está vinculado con la innovación y la transformación de la pintura, permeando con eficiencia y eficacia la innovación y lo revolucionario, pues, al carecer de contenido narrativo, el artista puede entregarse con mayor libertad al lirismo y la plástica. No es extraño que el siglo XIX elevara el paisaje a la categoría de genero fundamental, desencadenando importantes innovaciones en concepto, técnica y transformación del género.
El Romanticismo mira a la naturaleza para descubrir no ya lo que esta pudiera tener de armonioso y ordenado, sino para encontrar en ella un catalizador de emociones y un escenario de espectaculares fuerzas ingobernables y amenazadoras, de moles sublimes. Así, por ejemplo, los impresionantes celajes y efectos de luz y atmosfera de Turner, un verdadero maestro del color y el lirismo. O los magníficos paisajes de Friedrich, no exentos de lecturas simbólicas y de cuño panteísta, sujetos, ya en su época, a controversia por su tratamiento innovador del género. En efecto, la aportación de ambos artistas amplía el paisaje dotándolo de mayor profundidad plástica, lírica y simbólica. Y el paisaje, a su vez, prueba ser un medio óptimo para acoger estos logros. La cultura decimonónica promueve un paisaje a la vanguardia de la pintura, ya sea a través de un creciente contacto directo con la naturaleza – como propugnaban Daubigny, Rousseau y otros pintores de Barbizon – ya sea mediante la investigación del impresionismo – con titanes como Monet, Sisley o Pisarro – quienes recurren al paisaje para desarrollar una pintura y una técnica innovadoras, basadas en la imitación directa de la percepción de la luz en la naturaleza a través del color.
Pero los logros del siglo no se agotan aquí, sino que cabe considerar el paisaje postimpresionista, influido por la tendencia japonista finisecular – el caso de los Nabis – como por un primitivismo que prefigura – con Gauguin y Van Gogh – la actitud de las primeras vanguardias. Cierra este ciclo magnifico el trabajo de Cézanne como paisajista, cuya especial técnica y sentido clasicista de la pintura abre las puertas a la disciplina cubista.
Los primeros años del siglo XX son muestra también de que el paisaje se adapta favorablemente a la mayoría de las aportaciones de la vanguardia. Cabe considerar el innovador uso del color por parte de los fauvistas – con excelentes paisajes firmados por Matisse o Friesz – a la par que expresionistas como Nolde o Kirchner revisitan la sensibilidad romántica para dotarla de una mayor intensidad lirica no exenta de primitivismo. Del mismo modo, los paisajes urbanos metafísicos de Chirico, netamente imaginarios, pero poblados de referencias clásicas en arquitectura y estatuaria y dotados de un sutil aire de extrañeza y melancolía, o los paisajes surrealistas de Delvaux o Dali, inquietantes, desoladores y sugestivos… Todas estas tendencias renovadoras que tienen plena cabida en el paisaje, dan cuenta de la forma en que el género ha contribuido a su desarrollo, situándose, en algunos casos, a la vanguardia de la pintura más innovadora. Pero su valor no se estima, solamente, en su adaptabilidad o en su capacidad de renovar la plástica, sino que se trata de un genero que proporciona enormes sorpresas y satisfacciones a quienes disfrutan la pintura.
David Luquero