BIO
Francisco Carreño Almería 1974. Licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Granada (1993-1998).
Sus primeras exposiciones se centran en el paisaje almeriense y granadino: “Desde lo alto, desde el suelo” Galería Jesús Puerto. 2000, o “Tierra y Mar”. Galería de Arte Mojácar. 2001. A partir de ese momento su motivo de inspiración serán las altas cumbres de Sierra Nevada, culminando sus trabajos en varias exposiciones, entre las que destacan “Pinturas Sierra Nevada” en la Galería Clave de Murcia, o “Paisajes de Sierra Nevada” en el Centro Cultural Gran Capitán de Granada en 2003.
En 2006 comienza una serie de viajes por Europa y América: Paris, Berlín, Londres, Roma, Siria, Venecia, Florencia, la Toscana, Nueva York y la cordillera de los Andes, realizando diversas exposiciones individuales y colectivas centradas en estos lugares. Y, si bien entre 2010 y 2014 realiza exposiciones sobre otros géneros, la temática del paisaje seguirá estando presente de manera decidida en sus proyectos con una serie de trabajos sobre la Vega de Granada en los que los secaderos de tabaco y alquerías serán los motivos de sus dibujos y pinturas.
A partir 2015 pasa estancias en Gotemburgo y Copenhague, donde comienza una nueva etapa de reflexión sobre paisajes nórdicos, realizando diferentes exposiciones en la Galería Engleson de Gotemburgo “Luz del Norte, Luz del Sur” (2015) y en la Galería Ceferino Navarro de Granada “Paisajes Nórdicos” (2016)
Actualmente vive y trabaja en Granada, donde está realizando la tesis doctoral “Mirar Sierra Nevada desde el Romanticismo a una reflexión contemporánea” y Trabaja en nuevos en impactantes paisajes de la Cordillera.
OBRA
La pintura de montaña de Francisco Carreño se inserta en una larga tradición que inicia su andadura a partir del siglo XIX, cuando las cordilleras y las cimas de las grandes cadenas montañosas dejan de ser territorios inexplorados y amenazantes, y comienzan a permitir un uso más lúdico de las mismas, convirtiéndose en el centro de atención de muchos viajeros y artistas. Es entonces cuando los picos de los macizos montañosos, los glaciares, las cascadas de agua, así como, la experimentación con efectos lumínicos como la reverberación de la luz sobre la nieve son considerados temas dignos de ser pintados. Sierra Nevada ha sido, a su vez, un punto de interés de la representación pictórica de los dos últimos siglos, pero casi siempre como marco sobre el que recorta el paisaje urbano de la ciudad de Granada, pues son escasos los ejemplos de pintura realizada desde su interior.
Francisco Carreño lleva años investigando y experimentando con el género de paisaje y de todos los escenarios elegidos, ninguno ha captado su atención de manera tan obsesiva como el macizo de Sierra Nevada, del que ha venido realizado numerosos cuadros y bocetos en los que indaga sobre la conexión entre la ciudad, la Vega y la montaña. Su posición ante el objeto retratado se parece a la de Paul Cézanne en su fijación con el monte Sainte-Victoire, que pintó, en al menos, 87 ocasiones, primero desde lejos y poco a poco acercándose a la montaña para pintarla desde diferentes ángulos. En ambos casos el proceso y el objetivo del trabajo se repiten: Observar constantemente la montaña durante horas, en las distintas estaciones del año hasta casi conocerla de memoria, adquiriendo, con el ejercicio constante de la pintura, una mayor capacidad para resumirla y conseguir, de este modo, otorgar orden y claridad a los escenarios representados en la búsqueda de soluciones nuevas al margen de academicismos.
A ello hay que unir el estudio y la reflexión profunda sobre la imagen de Sierra Nevada, mediada por años de caminar por sus cumbres cristalizada en sus pinturas de taller en la cuales, podemos apreciar un uso aparentemente arriesgado del color y un manejo excepcional de la luz. También podemos apreciar una mayor densidad y empaste de la pintura que reflejan el dominio de la representación para mostrar primeros planos y distintas texturas de lo material que, se alterna con sutiles transparencias y veladuras, que se superponen en distintas capas de pintura hasta conseguir la transformación de los colores iniciales.
Las palabras de Manuel Titos Martínez con objeto de la exposición “Paisajes de Sierra Nevada. Francisco Carreño” son un claro ejemplo de cómo hace uso del color en sus pinturas:
“La nieve es blanca, lo sabemos. Pero ¡cuántos blancos tiene la nieve! ¡cuántas formas singulares adquiere en los ventisqueros! El terreno es áspero, vertical y pedregoso. Pero ¡cuántos grises, violáceos, verdes y negros es capaz de encerrar! El cielo es plano y azul. Pero ¡cuántos azules distintos puede ofrecer el discurrir de un día! Las lagunas son láminas de agua. Pero ¿azul? ¿verde? ¿gris? ¿negra? Y la fusión de la nieve, de las rocas, de los cielos, las lagunas y los caminos que se alejan hasta una profundidad remota, ofrecen una multitud de formas y de matices que parecen conducirnos a un paisaje más imaginario que real, cuando un observador avispado puede concluir que el pintor no ha inventado nada; simplemente ha utilizado sus ojos y sus manos para mostrarnos algo que está allí. Hay, sencillamente, que ir a verlo y saber verlo. Verlo, además, en diferentes horas, días y estaciones, con ese carácter cíclico que tiene la naturaleza y que en la alta montaña adquiere una fuerza descaradamente rupturista, no solamente con la luz o el color, sino también con la propia forma, diferente según la domine, o la conforme, el hielo o la roca”
La pintura de Francisco Carreño, si bien recoge el legado de un nutrido grupo de pintores (John Constable, William Turner Caspar David Friedrich, Gaspar Wolf, Carl Gustav Dahl, Carlos de Haes, Fortuny, Aureliano de Beruete o Sorolla) proporciona una nueva mirada en la representación de Sierra Nevada que dista de cualquier concepción romántica del paisaje, salvo en lo que se concierne a la subjetividad de la mirada del pintor, o a la propia rudeza y majestad del macizo visto desde su interior, y de los resabios de taller de cualquier composición academicista. Muchos de sus cuadros muestran unos parajes duros, casi desprovistos de nieve, tal y como se pueden contemplar durante el estío, pero siempre eliminando cualquier presencia humana; es el propio espectador el que se enfrenta al vacío y la soledad de la montaña cuando contempla sus cuadros.